LQSomos. Julio Ortega Fraile*. Septiembre de 2011.
Porque prohibir la violencia no es atentar contra la libertad, sino protegerla
Llegan las lágrimas, la rabia y el rechazo. La negación pretende, a fuerza de repetida, transformar los hechos consumados, y la indignación ocupa su lugar cuando la certeza demuestra que deseo y realidad transitan por caminos divergentes. La tristeza y el enojo de los taurinos cobran forma estos días porque en otra comunidad española, y ya van dos, no podrán adquirir una nueva entrada para ver una corrida de toros. A las cinco en punto de la tarde la vergüenza de los ruedos tiene prohibido el paseíllo en Cataluña.
Allí los carteles no volverán a anunciar, como si de un gran acontecimiento se tratase, tan maquillada modalidad de tortura. Y los niños, afortunadamente, crecerán sabiendo que hundirle armas de acero a un toro es una acción ilícita y digna de repulsa, al menos institucionalmente. La educación y la costumbre harán el resto. Cierto que en otros aspectos similares todavía continúan protegiendo la barbarie, pero cada paso suma y en este caso, bienvenido el que ya se ha dado para avanzar hacia la supresión total de la violencia con animales convertida en exhibición y negocio. Otros progresos en este sentido llegarán. Sin duda lo harán.
¡Respeto!, exigen. ¡Libertad!, reclaman. Invocan los más altos valores a los que puede aspirar el ser humano como baluartes para amparar el espectáculo que tanto apetecen y al que juran no estar dispuestos a renunciar. Pero resulta que semejante grandeza de miras y toda esa retórica citando derechos, por supuesto inalienables, quedan reducidas a lo que son: una cínica parafernalia construida con argumentos para defender una de las acciones más cobardes que el hombre puede perpetrar. Sin muerte no hay toreo. Por eso se delatan, al no poder ocultar que lo que en definitiva pretenden es perpetuar una costumbre cruel, sangrienta, violenta y despiadada. Atributos que para dirigentes como Esperanza Aguirre o María Dolores de Cospedal merecen la calificación de Bienes de Interés Cultural. Caracteres que en otros países ya tienen una categoría: la de delitos sancionables.
Lo que organizaron el fin de semana en La Monumental de Barcelona fue un teatrillo que respondió a un guión diseñado de antemano en cada detalle. No faltó el fervor, ni los abrazos, allí estuvieron el llanto y la dignidad, la adoración de los semidioses y las alusiones a la historia y a sus grandes hombres. Por supuesto, cada uno de los actos rezumaba sensibilidad, porque si de algo presumen los aficionados a la lidia es de representar la quintaesencia de las emociones más sublimes. Y hay que admitir a algunos se sienten sinceramente conmovidos ante las ejecuciones. Todo es cuestión de cómo sea la escala ética de cada cual.
Preciosa, cautivadora la escena. Lástima que toda esa magia escondiese, como siempre que hablamos de tauromaquia, una profunda inmundicia moral. Lo único innegable el pasado domingo fue el consabido sufrimiento de los toros, su pavorosa muerte y, especialmente pensadas para la ocasión, mutilaciones a mansalva concedidas con tal desprendimiento, que incluso uno de los sayones tuvo que devolver posteriormente alguno de los elementos amputados al infortunado animal. Llegaron al paroxismo del encarnizamiento.
Pero es arte, es cultura, es por encima de todo amor y respeto al toro...dicen. Ellos no se cansan de asegurarlo a pesar de que lo torturen, maten y despiecen. No desfallecen en su ansia de engañar aún sabiendo que más allá de los que ya pensaban de ese modo, a ninguno que sea capaz de percibir la angustia del animal y de rechazar esa exaltación de la violencia van a convencer de lo contrario. Pero como siempre ocurre con aquellos que persuadir quieren de la bondad de sus desmanes, a falta de razones echan mano de discursos altisonantes. Y siempre se aplauden entre ellos mismos.
En la plaza, en esta última faena, estuvo el inevitable José Tomás. Probablemente su postrera esperanza para la pretensión de evitar la abolición en Cataluña. Piensan que porque este hombre sea de los pocos, muy pocos, todavía capaces de llenar los tendidos – y no siempre - van a conseguir con su presencia que los ciudadanos creamos que las corridas de toros se mantienen por sí mismas sin necesidad de subvenciones, cuando lo cierto es que se llevan buenos bocados de los presupuestos públicos, incluso ahora que abundan los recortes en partidas esenciales.
Entienden que las dotes interpretativas de este diestro, siempre tan esquivo, ausente y carismático, servirán para dotar a los toreros de un halo de magnificencia que haga que la sociedad los considere como referentes imprescindibles. Pero resulta que actuaciones aparte, al final no son lo que dicen ser, sino lo que hacen: matarifes que antes de ejercer de verdugos, se entretienen unos minutos con sus víctimas en la faceta de torturadores.
Y es que “el de Galapagar” les viene muy bien porque el hombre simboliza el pack completo. Tirón de aficionados y encandilamiento de buena parte de los ciudadanos, como hemos visto, y para “rematar la vil faena”, están sus esporádicos gestos de generosa solidaridad con causas nobles, rascándose del bolsillo unos cuantos miles de euros y entregando el cheque a alguna ONG con la asistencia de todos los medios para que no pase desapercibido su altruismo. Bueno, de más de trescientos mil que cobra por corrida le sigue quedando bastante dinerito una vez realizado ese pequeño desembolso en gastos de imagen. Porque de eso se trata, ya que lo que es empatía con el sufrimiento ajeno poca puede haber en quien se ha hecho rico a base de provocarlo. Y si la tiene es tan selectiva que más que admiración merece aborrecimiento.
En fin, que una vez dado este paso en Cataluña hacia la erradicación de tan vergonzosa e injustificable manifestación de ensañamiento con seres vivos, nos queda ahora bregar con los que han jurado luchar sin descanso por devolver la sangre a la arena de La Monumental y las orejas y rabos a las manos de los matadores en esa Plaza. Pero lo haremos, y con una sensación de tranquilidad que lamentablemente no nos acompaña en otros lugares: la de saber que entretanto no seguirán padeciendo y muriendo animales en el ruedo. Hasta ahora cada día de batalla podía significar una jornada con nuevos muertos. A partir de este instante, el tiempo transcurrido sólo sumara distancia de Dudalegre, el último toro asesinado en el coso barcelonés.