LQSomos. Ángel Escarpa Sanz. Septiembre de 2011.
Estas palabras, que quizás ya antes, en un pasado más o menos cercano, alguien pronunció, deberían figurar en un lugar preferente de la casa: bajo el póster del Che Guevara, junto al Guernica, junto al viejo retrato del abuelo o del padre antifascista que combatió en Teruel o en cualquiera de las batallas del pasado, por la libertad y por la dignidad del ser humano.
Numerosas son las derrotas que acumulo en mi larga vida hasta llegar a estas últimas vueltas del camino, pero si vuelvo la vista atrás, cada vez estoy más convencido de que, derrotado y todo, las única batallas que perdí fueron aquellas a las que no asistí.
Nadie pasó lista en la mani de Vallecas, tras la espeluznante matanza en los campos palestinos de Sabra y Chatila; nadie te hubiera echado de menos cuando las grandes movilizaciones del Referéndum contra la OTAN, en 1986; nadie preguntó por ti quizás en las concentraciones de apoyo a la Nicaragua sandinista, cuando la Contra, apoyados por los USA, hostigaba al pueblo de Sandino; nadie, nadie notará tu ausencia en los actos y manifestaciones de apoyo al pueblo saharaui, a propósito de los bombardeos (con armas de la OTAN) en Libia; cunado tomas la calle para protestar contra los recortes sociales, cuando, ayer, por la amnistía, por la legalización del Partido, por intentar salvar la vida del próximo condenado a muerte en EE.UU.
Nadie notó la ausencia de tu firma cuando Amnistía Internacional o cualquier otra organización te la pidieron para evitar la lapidación de una mujer en una aldea perdida de tal o cual país musulmán. Nadie echo de menos tu moneda cuando ignoraste al que te pedía dinero para apoyar tal o cual causa justa. Nadie observó tu ausencia cuando se convocaban las manifestaciones exigiendo la libertad para Mandela y el fin del Apartheid; cuando ocupábamos con nuestros miedos y nuestra rabia las calles de nuestras ciudades, protestando por las últimas ejecuciones del franquismo; cuando se exigía en esas mismas calles la amnistía, el regreso de los exiliados, la instauración de la democracia; cuando los compañeros hacían ondear la bandera republicana con motivo de la visita del Rey; en las manis contra el paro, por el procesamiento de Pinochet y de los verdugos de Argentina, para que aparezcan los niños desaparecidos en las clínicas de franquismo, cuando lo de Sol, lo de los abogados de Atocha, cuando nos dábamos la mano por el Paseo del Prado, tras la muerte de Carlos, para que la Policía no nos notara el miedo; cuando lo de Andrés, lo de Yolanda, lo de Patiño, cuando las movilizaciones contra el cementerio nuclear, por la escuela pública, la sanidad pública; cuando las marchas sobre Madrid para protestar por la brutal reconversión industrial…
Siempre existirán razones para decir: este mundo es una mierda. De acuerdo. Pero, aún y así, siempre habrá también quién lo diga desde la apatía política y la indolencia, el no creer en las transformaciones a corto y largo plazo; y el que lo diga desde la acción cotidiana y desde la memoria de los días del fuego.
Posiblemente, la única recompensa con que se va a ver premiada toda tu larga vida sea tu propio reconocimiento, saber que no les fallaste a los tuyos. Tú, que firmaste contra esto y aquello; que rodaste por el suelo con los compañeros cuando cargó la policía; que te ficharon en tu primera caída, aunque no apareciera tu nombre en los papeles; que no eres bien visto en tu comunidad de vecinos por tu pañuelo palestino, las compañías, las pintadas en el barrio; por esas pintas que arrastras desde los primeros días de la facultad.
No, no esperes otra recompensa de la vida que el no sentirte parte del rebaño, no sumarte al “nada cambia” y al “todo sigue igual que hace cien años”. La mayor derrota que puede infligirte la vida será, probablemente, permitir que los oscuros pájaros de la indiferencia aniden en tu corazón.