21 ago 2011

Linces muertos y cazadores ofendidos

LQSomos. Julio Ortega Fraile*. Agosto de 2011.

En las palabras – gatilladas, más que escritas - por un conocido cazador en una revista cinegética con motivo de la reciente aparición de dos linces muertos en Sevilla, ¡dos más!, uno atropellado y el otro acribillado, percibo un inquietante tufillo a pólvora de despiste, tras cuyo humo de lamentaciones y condenas se me antoja que se esconden las verdaderas dianas a las que apuntan las balas disparadas por su pluma: la exculpación de cazadores en los hechos y, de paso, la denostación de los que barruntan que fueron precisamente esos, los del rifle, canana y gónadas plúmbeas dominicales, los presuntos responsables de la muerte del animal tiroteado.


Este hombre, al que por cierto se le ve un pelín nervioso últimamente, lleva a cabo una sorprendente exhibición de filigranas argumentales para caminar intentando no tropezar en un sendero plagado de evidencias pasadas y presentes que sugieren lo que él niega, al tiempo que muestra su indignación por sentirse desamparado y ultrajado en su corporativismo como ufano cazador que es. Que quede claro que lo que tienen ante ustedes no es un ataque contra su persona. No tengo el gusto de conocerle más que por sus textos y la verdad, ni falta que me hace, lo que no significa un desprecio, sino coherencia. Son únicamente reflexiones vertidas al hilo de las suyas, las que realiza como miembro destacado de un colectivo en un medio público.

El autor demuestra estar muy ofendido porque los que denomina “ecologistas de salón” reclaman justicia ante la muerte de los linces. La verdad es que siempre será preferible lucir inquietudes conservacionistas aún limitados por los tabiques de nuestra casa, que darse un garbeo por el campo para acabar con la vida de animales y después colgar sus cabezas a modo de trofeo en las paredes de la vivienda, además de apoyar los lances en la barra del bar.

Puesto a elegir escojo a un “ecologista de salón” antes que a un “escopetero de monte”.  Por mucho que estos últimos divulguen su función como reguladores del control de especies. Sólo les falta afirmar que matan sin ganas pero que se sacrifican por la comunidad. Y llama la atención que nos quieran vender sus cadáveres como un mal menor cuando en la encuesta abierta actualmente en una página cinegética y ante la pregunta de qué considera cada uno que es la caza, un 10% responde que control poblacional y un 90% asegura que es una pasión. Palabra de cazador, no es la mía.

No hacen más que corroborar tales resultados otros datos, como son las repoblaciones efectuadas para seguir disponiendo de objetivos al otro lado de la mira, los censos elaborados sin el menor rigor y con datos que se han demostrado falseados, o el éxito de los safaris en el extranjero vendidos a cazadores españoles para poder matar especies aquí protegidas o inexistentes. ¿Control poblacional? No no. Gustito por apretar el gatillo. Las cosas por su nombre.

Y al referirse a sus pares de afición dice que ya está bien de insinuaciones, de acusaciones infundadas o de la más absoluta falta de presunción de inocencia con un colectivo que, con honrosas excepciones, cumple su papel y función social. O sea, a ver si lo entiendo, que para él lo “honroso” son los – a su criterio – escasos escopeteros que harían algo así (sic). Vale, vale, fue un lapsus que cometió y no que su subconsciente se sentase al teclado. Todos tenemos distracciones y no hay problema mientras sean frente al ordenador. Lo trágico es cuando se producen en el monte con un arma en las manos  y tales despistes acaban con el juez de guardia levantando un cadáver “accidental”. Este año, de esos, llevamos unos cuantos, cuando uno sólo ya sería demasiado. Pero dejemos tan terrible asunto para otro jueves.

En el texto también podemos leer  que si un cazador, de los que denomina “de verdad”, por error, por supuesto, tuviese la mala suerte de abatir a uno de estos animales, nunca lo dejaría a la vista de todo el mundo para que se arme la marimorena. La mención al infortunio es que se las trae. Entiendo que con un rifle cargado hay que estar muy seguro de a qué se está apuntando, con lo que asumo que una persona con licencia y que ha pasado el examen pertinente jamás descerrajaría un tiro sobre un blanco sin identificarlo previamente.

Así que el escopetero ve al lince – porque lo ve, ¿no?, de otro modo no dispararía - asegura el tiro, aprieta el gatillo, lo mata, y de todo eso le tenemos que echar la culpa a la adversidad. Pero qué difícil es de digerir la explicación que nos ofrece. Y después nos cuenta que el cazador profesional, el bueno, el consciente y responsable, tras cargarse al desdichado felino lo ocultaría. Estupendo, ahora ya nos quedamos mucho más tranquilos sabiendo que esta gente es partidaria del “ojos que no ven multa que no me cae”. ¿Otra vez el subconsciente o un nuevo despiste?

Que el lince resulta molesto para los cazadores ya lo sabían allá por los principios del pasado siglo, cuando en el primer Reglamento de la Real Federación de Caza se le consideraba un animal dañino por su condición de alimaña y los ayuntamientos estaban obligados a pagar una cantidad por cada ejemplar muerto que les llevasen. La ley afortunadamente cambió, pero la idea de que sigue siendo un estorbo para los que se divierten saliendo al campo a matar criaturas es probable que no haya evolucionado en la misma medida, lo que sumado al ansia que algunos demuestran por no finalizar su jornada de balacera sin haber abatido a algún animal, explica en parte las papeletas que estos “deportistas” reúnen en la presunta responsabilidad de tales sucesos.

La caza furtiva, ciertas artes empleadas como son los cepos y lazos para la captura de otras especies en las que tienen la “mala suerte” de caer también los linces y hasta los envenenamientos, completan buena parte de las razones por las que este mamífero se encuentra en tan alto riesgo de extinción. No vamos a pensar que tras la otra causa principal de mortandad, los atropellos, estén también cazadores (conduciendo como algunos disparan, sin asegurarse qué hay delante), pero la razón lleva a la presunción – que no acusación, no se me vaya a enfadar este hombre – de que sí es así en la mayor parte de los casos en los que el origen de la muerte coincide con los métodos, furtivos o legales, utilizados por estos apasionados del rifle.

Y dicho esto quiero dejar claro que creo que la mayor parte de los cazadores, incluido el autor del texto al que me refiero, están en contra de tales prácticas, que además de acabar con animales protegidos no hacen más que ensuciar su actividad. La diferencia radica en que para ellos arrebatarle la vida a otros seres, las piezas cinegéticas “legales”, es algo limpio y digno. Muchos pensamos que no hay entretenimiento que pueda amparar “víctimas justificadas” y que el sufrimiento y la sangre vertida como resultado de un acto de violencia, son algo reprobable se encuentre o no en peligro de desaparición la especie que sufre, sangra y muere. El dolor no hace las distinciones que la ley sí contempla a la hora de determinar a qué criaturas puede matar o no el ser humano como pasatiempo.

La muerte de linces, la de paseantes o la de cazadores, son sólo algunas de las más dramáticas consecuencias de la permisividad con una afición cuya coartada, el pretendido control de población de animales, no es más que una mascarada para acicalar verdades que resultan menos digeribles: que constituye un negocio que mueve gran cantidad de dinero porque fomenta el placer que algunos sienten cercenando vidas. Un modo muy necio de entender la superioridad y muy cruel de ejercer “derechos” escritos por y para el hombre. Pero la ley se puede modificar. No lo olvidemos.