19 sept 2011

Estar en sus zapatos (retrete de la realidad)

LQSomos. Fernando Buen Abad*. Septiembre de 2011.

Agachamos la cabeza diariamente para testimoniar ese espectáculo de la cultura urbana que va más allá del discurso higienista o el mesianismo ecológico.
Como si se tratara de una coreografía callejera, que bailamos fatalmente, aprendimos a sortear, con pasos a veces esquivos, a veces alargados y siempre temerosos, esos caminos de la cotidianidad colectiva. Aprendimos a evadir no sin fracasos , el tonelaje de excrementos caninos depositado puntual y estratégicamente en las aceras y pusimos a descubierto un repertorio impresionante de aristas en una realidad que nos atrapó a todos.

Sacar al perro para que "exonere el vientre" en la calle no problematiza la salud , la moral ni la cultura de los canes, estos cumplen con cagar sobre el espacio que los humanos inventamos para transitar entre nuestras penas y alegrías, deudas o enamoramientos. Cumplen con ponernos en evidencia ese estado de conciencia implícito en aceptar convivir con tanta mierda fresca, embarrada y más tarde voladora, que "decora" los espacios colectivos. Es problema sanitario, es problema educativo-cultural y es problema de representatatividad democrática, para quien lo acepta, lo tolera y lo sufre en silencio, voluntariamente o no, porque comparte la realidad de un vivir conciliado diariamente con retratos que a pesar de los pesares nos retratan a todos.

Eso ofende. Ofende multimodalmente por injusto, por intolerante, por insalubre. Hay que pasear toda esta indignación por la cabeza de todos. desde el dueño del perro, el cuidador que los lleva a defecar hasta el encargado de mantener aseada una ciudad mantenida con impuestos. Esto desentrañaría la clase de conceptos que tenemos sobre la convivencia, en este caso, a la altura de los zapatos.

Discursar sobre la contaminación medio ambiental, moda de las demagogias postmodernas, no resuelve lo producido por la cantidad de materia fecal que, por los efectos del sol y los designios de Eolo, respiramos y tragamos diariamente. Flota en la atmósfera un estado de resignación capaz de tolerarlo todo. De la política a la mierda. Ni los estatutos moralistas de ciertas tendencias asépticas del vivir, ni los reglamentos urbanos de limpieza, ni la pasteurización u homogeneización de los alimentos, sirven de algo o ante la negligencia, ya cultural, que permite la amenaza terrestre y aérea de la caca canina.

El manejo de los excrementos humanos que históricamente produjo las experiencias y soluciones más estrambóticas, asentó en la cultura contemporánea hábitos higienístas que sin dejar de mezclar un cierto perfil moralizante, consiguió deshacerse de esos desechos del cuerpo que por ser del cuerpo y por ser desechos pertenecieron siempre, en occidente, a la clasificación de las cosas feas, ocultables y silenciadas. Con el divorcio judeocristiano entre el espíritu y el cuerpo, pasamos al melodrama tragicómico de no saber qué hacer con los instintos y con la naturaleza. Ni la postmodernidad neoliberal sabe hoy asumir los hechos fisiológicos o la naturaleza. No los entiende, no los atiende y no los respeta, todo lo contrario. La mierda de los perros goza de otros privilegios que se filtraron en nuestras vidas como estandarte de negligencias particulares y colectivas hijas del hartazgo en sociedades que creen hoy en poquísimas cosas relativas a lo que es vivir comunitario, socializado y unificado.

Esos desfiles de perros que en ramillete pasean por las calles, son triunfo de la impunidad del confort que echa a la vereda una parte de sus obligaciones. Es, nos guste o no, espejo de realidades que en colectivo conforman la cultura urbana. Nos refleja porque lo permitimos en todos los sentidos, quienes tienen perro y quienes no. Nos refleja porque nos embarra no sólo el calzado. Nos refleja por la complicidad que suele llevarnos a chiste nervioso promovido por una vergüenza extraña que nos impide saber cómo resolver el problema.

Entre una mascota y su dueño, en las sociedades nuestras, existe una relación psico-sociológica que llega a tener tintes obrero patronales y / o esclavistas. Del perro suele apreciarse algo que distendido de nosotros, nos gratifica como reflejo humanoide. Lo queremos hasta el límite de nuestra vanidad antropocéntrica y le rendimos culto a valores que escasean en el trato con otros seres humanos. Patológica o liberadora, según se vea, la relación con una mascota propone compromisos y problemas ante los cuales el crecimiento urbano tomó muy pocas precauciones. Hacer vivir a un perro ( o más) en espacios apenas suficientes para las personas, encierra crisis para esas personas y para el perro . Especialmente a la hora de cagar. Como la moral del perro es mucho menos domesticable, suele omitirse ese grado de animalidad con uno de urbanidad contradictoria: que cague donde no comprometa la propiedad privada. Hay una especie de complicidad colectiva al respecto que permite suspicacias profundas relacionadas con la ideología de la clase dominante. Dice un letrero callejero: "cuando el perro deja una mierda en la calle, es el dueño quien se manda una cagada" Típico vocabulario escatológico de los argentinos.

Seguramente hay reglamentos en abundancia, leyes, discursos, promesas y decretos. Seguramente alguien defiende, con patologías o sin ellas, los derechos caninos fundamentales. Seguramente hay quien protesta y reniega desde siempre. Seguramente son pocos los que escuchan y seguramente es poco lo que se resuelve. Eso también nos delata.

Con los excrementos caninos como con la basura en general se evidencia un asunto sucio que rebasa el problema de la salud pública. Es una amenaza social de primer orden que salta a la atmósfera de una ciudadanía que presume otros baluartes de su hábitat colectivo y que se traiciona y decepciona cotidianamente obligada a caminar (y tal vez haya a quien esto le convenga) con la cabeza agachada.


Universidad de la Filosofía/Rebelión.
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