LQSomos. Vicent Boix*. Septiembre de 2011.
Durante seis días de la semana su despertador está programado a las dos de la mañana. A esa hora la mayoría estamos atrapados por los encantos de Morfeo, pero Ramón se levanta fielmente y sin rechistar. Legañoso llega al cuarto de baño donde una ducha lo acaba situando en el nuevo día que comienza. Se viste con su ropa de faena, baja por las escaleras apresuradamente y cruza la calle hasta llegar a su panadería. Allí le espera su ayudante, Manolo, que le indica que la noche veraniega está siendo poco generosa con la temperatura, y por tanto, esta madrugada se sudará la gota gorda al lado del horno.
A las seis de la mañana alguien llama a la puerta trasera que da justamente a la sala de fabricación. Ramón deja de amasar y cubierto con una capa de harina abre la puerta. Es Silvia, la encargada de una empresa de embutidos situada en una localidad colindante, que todos los días compra una barra de pan artesano para poder almorzar en el trabajo. Ella siempre repite, que pocas cosas existen como un buen bocado del pan recién hecho que paciente y concienzudamente prepara Ramón. Para Andrea, un oasis en el desierto laboral, que le permite escapar de la realidad protagonizada por el estrés, las reprimendas de su jefe Enrique y el agobio por si la nómina no se ingresa a tiempo.
Ramón lleva treinta años repitiendo la misma rutina y recibiendo alabanzas de una cada vez más mermada clientela, que degusta día tras día ese pan crujiente único e incomparable. Él se muestra feliz, sonriente y bromista, pero dentro de su ser el cansancio y la desazón se van apoderando. Muchos años cumpliendo cabalmente con un trabajo exigente que lo sumerge en un horario agotador, mientras observa impotente como los tiempos cambian y la reciente crisis económica ha torpedeado el futuro de su pequeño negocio. Muchos clientes de antaño pasan de largo a la siguiente calle, donde en un supermercado compran el pan a mitad de precio. La calidad no es comparable, pero estas personas, si hay que apretarse el cinturón, prefieren hacerlo en la comida y no en el teléfono móvil de última generación.
Respetable dice un resignado Ramón, mientras que una comprometida Silvia se despide hasta la madrugada siguiente con un escatológico “Dime qué comes y te diré quién eres”. Manolo cierra la puerta trasera pensativo y le recuerda a su jefe los nuevos ajustes laborales y sociales que anunciaron en el telediario de anoche. Los ricos más ricos y la mayoría más pobre. A este paso, él acabará sucumbiendo ante la dictadura de la banca y comprando el pan en el supermercado de la calle cercana.
Tras una pausa cargada de pesadumbre, Manolo le explica que recientemente vio un par de anuncios de dos grandes empresas que venden pan de molde, que según la propaganda pagada a los medios, están fabricados con estilos y aromas artesanos. Por primera vez en la madrugada Ramón se extraña y frunce el ceño. Piensa en los ejecutivos de esas compañías ¿Se levantarán a las dos de la mañana para cargar los sacos de harina y amasarla? ¿Sacarán el pan del horno con una pala, como hace el panadero artesano de toda la vida?
No hay respuestas y el sigilo se impone, hasta que Manolo abre otro saco de harina y rompe el triste silencio. Interroga a su jefe sobre la fórmula maravillosa propia del druida Panoramix, que permite que un pan “artesano” permanezca comestible durante días y semanas. Pero Ramón ya no hace caso. Se siente ultrajado y piensa si alguien llegará a creerse lo del pan de molde estilo “artesano”. El mercado y las grandes superficies le han quitado a muchos clientes pero ¿Podrán usurparle esa denominación propia de un duro oficio que aprendió de su difunto padre?
Amanece ya y Manolo, sin mala fe, sigue echando leña al fuego y advierte que algo similar está pasando con la horchata. Una empresa que la elabora industrialmente la denominó este verano como “maestro horchatero”. Es más, en su anuncio televisivo, hizo pasar su líquido embotellado como horchata artesana.
Al escuchar esto a Ramón le vienen al recuerdo dos anuncios más, en donde una empresa cervecera y otra de comida rápida, aprovechando el periodo estival, presumieron de vender sus productos en varios países. Piensa en los negocios y artesanos locales que sucumbieron ante la globalización alimentaria, a la vez que le parece contradictorio que se recurra a la diversidad lingüística y cultural para promocionar la uniformidad gastronómica. Asevera mosqueado en lo aburrido que sería dar la vuelta al mundo y encontrarse, en cada ciudad, siempre con el mismo museo, las mismas catedrales y a la gente hablando una misma lengua.
Manolo ya nota demasiada solemnidad y las palabras de su jefe se oyen ligeramente entrecortadas. Espera tranquilamente y cuando las aguas parecen volver a su cauce pronostica en voz alta que el Madrid de Florentino, este año, tampoco ganará nada. Pero de poco sirve cambiar de tema porque Ramón está en su mundo, del que sólo sale a las ocho y media, cuando llega su mujer a abrir su negocio, o lo que es lo mismo, una panadería artesana de las de verdad.
* Escritor, autor del libro El parque de las hamacas. Artículo de la serie “Crisis Agroalimentaria”