LQSomos. Teodoro Santana*. Junio de 2011.
Desde 1978 vivimos, supuestamente, en un “Estado Democrático y Social de Derecho”. Pero bien haríamos en preguntarnos qué significa cada uno de esos términos. Cuando se redactó la constitución vigente, los partidos de izquierda incluyeron en la definición el adjetivo “social”, un brindis al sol que no era más que el intento de visualizarse como representantes de los derechos sociales. En la práctica no suponía ningún compromiso real por parte de las fuerzas de la oligarquía española y sus representantes políticos.
De hecho, mientras que los resortes del poder quedaban “atados y bien atados”, al igual que lo esencial del aparato de Estado fascista, los “derechos sociales” (trabajo, sanidad, vivienda, etc.) quedaron –y quedan– en pura retórica, sin contenido real alguno.
El mismo concepto de “Estado” se usa sin entender exactamente de qué estamos hablando. Porque, al fin y al cabo, el Estado no es más que una superestructura que se reserva para sí el monopolio de la violencia para garantizar el dominio de una clase social sobre otras. Cualquier idealización del Estado como un “contrato social” no es más que palabrería burguesa, que ignora a posta la realidad histórica y social.
El Estado no es un “padre bondadoso” que vela por nuestros intereses. Sea cual sea la forma que adopte –más democrática, más fascista– su esencia no es más que una dictadura implacable. En nuestro caso, evidentemente, una dictadura del capitalismo monopolista financiero.
El principal “derecho” que garantiza el Estado es el derecho de los capitalistas a apropiarse del trabajo de los asalariados. Lo que nos lleva al segundo “derecho” del Estado capitalista: el de “propiedad”. Y no el de la pequeña propiedad personal, sino el de la propiedad de los medios de producción, de los bancos y de las riquezas naturales del país.
La “libertad” que garantiza ese “Estado de Derecho” es la libertad del capitalista para explotar a los trabajadores, para expropiarles el fruto de su trabajo. E incluso de su vivienda, como bien saben las cientos de miles de familias desahuciadas por los jueces mediante leyes hipotecarias al servicio de los bancos.
¿Quiere eso decir que se nos da igual la forma democrática del Estado capitalista que su forma fascista? En absoluto. Es mejor disfrutar de determinadas libertades y poder defender derechos que se plasmarán en tales o cuales leyes dependiendo de la correlación de fuerzas. La forma democrática permite, mediante la organización y la movilización popular, alcanzar ciertas conquistas que disminuyan los peores efectos del capitalismo.
Siempre y cuando, claro, que no se toquen los aspectos fundamentales del poder y de los negocios de la clase dominante. Porque, en ese momento, se acaban las buenas maneras “democráticas” y el Estado capitalista enseña los dientes y los tanques.
Como explicaba Lenin: «Tomad las leyes fundamentales de los Estados contemporáneos, tomad la manera cómo son regidos, la libertad de reunión o de imprenta, la ‘igualdad de los ciudadanos ante la ley‘, y veréis a cada paso la hipocresía de la democracia burguesa, que tan bien conoce todo obrero honrado y consciente. No hay Estado, incluso el más democrático, cuya Constitución no ofrezca algún escape o reserva que permita a la burguesía lanzar las tropas contra los obreros, declarar el estado de guerra, etc., ‘en caso de alteración del orden‘, en realidad, en caso de que la clase explotada ‘altere‘ su situación de esclava e intente hacer algo que no sea propio de esclavos.» [1]
Limitar hoy en día el alcance de las luchas populares a conseguir o defender el “Estado Democrático y Social de Derecho” es desistir, de antemano, de cuestionar y sobrepasar el marco capitalista y el derecho burgués. Es renunciar, por ejemplo, a la nacionalización de la banca y los grandes monopolios. Y al socialismo. Es retroceder doscientos años hacia un “ciudadanismo” que obvia el carácter de clase del Estado. Y es dejar el futuro de la clase obrera en manos de leguleyos que viven como pez en el agua en el marco del propio Estado capitalista.
Que sigan los pijoburgueses con sus cantos de sirena sobre la “democracia”, el “derecho” y lo “social”. Pero quienes solo tenemos nuestro trabajo como medio de vida, mal haríamos en dejarnos adormecer por sus violines.
NOTA:
[1] V.I. Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky. Obras escogidas en tres tomos, T. III, p. 76. Editorial Progreso. Moscú. 1975.