LQSomos. Ángel Escarpa. Febrero de 2011.
Después de leer -por segunda vez- el libro de Tagüeña* no me resisto a compartir aquí algunas reflexiones.
Tras su lectura, qué difícil “despedirse” de una vida tan intensa como la de estos hombres y mujeres que vivieron aquellos días apasionantes de las luchas en la vieja Universidad de la calle San Bernardo, en el Madrid de los años previos a la proclamación de la Segunda República, los años que precedieron a aquella lejana guerra.
Qué difícil escoger un nuevo libro entre esos cientos de volúmenes que acumulan polvo en la estantería de casa después de “haber dado tierra”, en el viejo Cementerio Civil de la Carretera del Este, a aquella joven Juanita Rico, al capitán Faraudo, al teniente Castillo; después de “haber participado” en los enfrentamientos con los falangistas en las calles, en la Facultad de Medicina de San Carlos; “haber vivido” en primera persona las cruciales horas, de “haber estado” en la Sierra, junto a los milicianos, en aquellas horas tan decisivas para España. “Haber combatido” en el Ebro, con Líster, con los internacionales, que, aún no habiendo nacido en las tierras de Cervantes y de Adriano, con la República hicieron de ésta su propia patria –tantos de ellos su tumba-.
“Haber conocido” la derrota, el exilio, la Academia Frunce, en la Rusia soviética; las horas en las que el enemigo arrasaba con todo vestigio de vida allí por donde pasaba, sembrando de cadáveres y de campos de concentración y de muerte las vastas estepas y los campos de luminosos girasoles, mientras cercaba la capital de la patria socialista.
Quién no se deja arrastrar por la nostalgia ante la pérdida de numerosos amigos y camaradas en los frentes españoles y rusos, la “caída en desgracia” de tantos de aquellos que habían compartido la pasión primera por las ideas socialistas, el ideario comunista de la luminosa y ya lejana primera juventud, los años de la posguerra en la Yugoslavia del mariscal Tito, la muerte de Stalin; los días de Checoslovaquia… hasta lograr escapar de la adversidad y culminar en tierras mejicanas el prolongado exilio, con una breve y única visita a España para ya despedirse de la madre -que morirá poco más tarde-. Y todo, sin renegar de un ideario al que no renunció ni en las horas más amargas.
Qué triste y dura suerte la de tantos y tantos hijos de España muertos en tierras lejanas: Rubén, el hijo de Pasionaria; Pepe Díaz, Salinas, Garfias, Cernuda. ¿Dónde reposan los restos de aquel entrañable Hidalgo de Cisneros? ¿Quién pone de tarde en tarde un clavel rojo sobre la tumba de su esposa, Constanza de la Mora, y sobre la de tantos y tantos esforzados hombres y mujeres que cayeron en la lucha contra el nazismo en ignoradas y lejanas tumbas de Europa?
Y aún se oirá, leeremos por ahí: ¿quién quiere ser (hoy) español? Yo, yo quiero ser español. Yo quiero morir español, como aquellos que se sembraron por el mundo tras perder aquí una guerra, tras escapar del cruel cepo del franquismo. Quiero ser, con aquellos que cruzaron el Pirineo para combatir al verdugo de mi patria. Quiero morir español, aunque la vileza de unos y la desidia de otros cubran de oprobio olivares, masías, ríos y cadenas montañosas.
Quiero ser español con Max Aub, con Lorca, con Giner de los Ríos, Agapito Marazuela, con Miguel Hernández, con Rosario “La Dinamitera”, con aquel zapatero remendón del que los libros no mencionan el nombre, pero que murió alcanzado por el casco de una “pava” que cayo sobre los que defendían los muros de Madrid aquel 1 de marzo de 1937 en que nací. Si, quiero ser español con aquel Cristino García, que, tras derrotar a los alemanes, conquistar la gloria en la batalla de La Madelaine, cayó en Madrid bajo las balas del pelotón de ejecución.
Quiero ser español con Blanco White, con Blasco Ibáñez, la Kent, con Goya, con la Pineda, con Seoane, Rozas, Federica Montseny, Coll, Clara Campoamor, Lario, Renau, Bardasano, Pi y Margall, Tarazona, con Manuel de Falla, Torrijos, con Manuela Sánchez y Américo Castro, con Manuela Malasaña, con Picasso y con Buñuel; con Baroja, Valle Inclán, Unamuno, Pablo Iglesias, Diéguez, Larrañaga, Cazorla…
Cuando ya nadie quiera ser español, yo me seguiré reclamando español, ibero, con Celaya, con todos los seres anónimos que fueron arrastrados a los mataderos de las tierras africanas por los generales ambiciosos y un rey sin escrúpulos, en memoria de Galán y de García Hernández, de los que rodaron por las simas de estas tierras con una bala alojada en el cerebro, sin mayor delito que haber secundado una huelga y haber votado al Frente Popular, hace 75 años, mientras los mal llamados “nacionales” le habrían las puertas de la patria al cruel rifeño, a la Legión Cóndor, a las tropas de Mussolini, a los portugueses de la Viriato y a todo dios que se apuntara a participar en la cacería con que se inauguraba la noche que ya se cernía sobre la vasta Europa.
Allá otros con sus cosas. Yo no voy a abandonar este “laberinto” hasta que no se “desfaga este entuerto”, esta desmesurada Fuenteovejuna en la que, pueblos diversos, mal que bien, han convivido, se han levantado sobre el polvo de los siglos para, con ese mismo polvo, erigir prodigiosas catedrales y soñar juntos.
Yo no reniego de estas viejas plazas donde aquel leal Rafael del Riego fuera ejecutado, donde aquel rebelde aragonés –Miguel Servet- fuera devorado por las llamas de la Inquisición; este idioma nuestro en el que maldijeron y oraron desde la antigüedad arrieros, poetas, monjes, labradores de la tierra y de la piedra, filósofos, verdugos del reino, panaderos, barberos, latoneros, tejedoras, relojeros, mozos de cuerda de las estaciones de ferrocarril, alcahuetas, peones camineros, prostitutas, científicos, resineros de los pinares de Castilla, estibadores de los puertos de La Luz, de El Musel, de Vigo, de Valencia y Alicante; tranviarios, pescadores de las lejanas aguas de Terranova y de los caladeros saharianos, golfos, soldados de reemplazo, lampistas, escardadoras de la lana, mendigos y pintores, lavanderas y planchadoras de las obras de Quevedo, de Lope, Rojas, Galdós, de Clarín, Torrente y de Barea, Buero, mineros de Alfonso Sastre, pajilleras de mañana del Cine Carretas, “princesas” de Chueca, retratistas al minuto de la Plaza de Cataluña, el Parque del Retiro y el de María Luisa; trabajadores del carbón en los montes; aguadores, timadores, clérigos, esquiladores y buhoneros, capadores, el “rojerío” de Bilbao y las adustas hembras de la Legión de María; turroneros de Toledo, “camellos” de el Húmedo…moradores de la Residencia de Estudiantes, entusiastas apóstoles de las Misiones Pedagógicas, de La Barraca y apasionados antifascistas del 5º Regimiento.
Con todo el cariño y respeto que me merecen el entrañable galego de Rosalía y de Castelao y el resto de las lenguas del Estado, amo esta lengua mía que heredé de hombres y mujeres que, desde descubrirnos un mundo nuevo al grito de ¡¡tierra!! –independientemente de que los capitanes de Castilla hundieran sus espadas hasta la empuñadura en el corazón de América-, sirvió también para escribir hermosos libros que arman hoy nuestra cultura y nuestra identidad, conformando una familia -y no sólo lingüística- con numerosos pueblos. Una lengua que, además del cíclico ¡Santiago y cierra España!, los ignominiosos ¡arriba España! ¡viva la muerte! y el ¡todo el mundo al suelo!, sirvió también para detener al fascismo, aunque sólo fuese por tres heroicos y hermosos años, al no menos épico grito de ¡no pasarán!; para pronunciar unas postreras palabras ante el pelotón de ejecución: ¡hoy nos asesináis, pero mañana venceremos!; para despedirse de su pueblo con toda la dignidad de que es capaz el que se sabe en posesión de la razón, sabiendo también que ni sus asesinos ni la Historia olvidarán jamás el gesto, cuando, aún con una metralleta bajo el brazo, defendiendo sus ideas y la dignidad de todos los pueblos, pronuncie aquellas rotundas palabras a través de las ondas de Radio Magallanes: …Pagaré con mi vida la defensa de principios que son muy caros a esta patria… un 11 de septiembre de 1973, mientras los “lobos” de Washington se frotan las manos y devoran sus tazones de leche con copos de avena.
Esta lengua y esta raza que se siente plenamente identificada con esos pueblos que, al grito de: ¡patria o muerte, venceremos!, ni renuncian ni renunciarán jamás, a transformar este viejo y caduco mundo.
Con otras gentes con las que a menudo me encuentro en manifestaciones contra el paro, contra los recortes sociales, por la República y esa cosa “demodé” que es el socialismo, me gusta creer que, España, esa “despreciable” mancha en el mapa con la que no es moderno asociarse ni identificarse, no es si no la vieja casa solariega que otros levantaron hace varios cientos de años. La misma por la que se daba ayer la vida contra el invasor, francés o alemán; la vieja canción que, con otra música, otros cantaron en el pasado. El antiguo poema al que otros pusieron ayer la letra y hoy nosotros incorporamos la música.
Si jamás renegué de ser un hijo de mi siglo, con todas las crueldades que padecimos en aquel, no espere nadie que, con sus contradicciones, deserte ni maldiga de compartir nacionalidad y lengua con Jorge Manrique y don Manuel Azaña; con todo ese vasto lienzo de pueblos que va, desde el emperador Adriano, a aquel miliciano que fue fotografiado por Robert Capa en el acto de caer fulminado por una bala franquista en Cerro Muriano; desde Mariana Pineda hasta “las trece rosas” y Marcelino Camacho; con todos estos pueblos que, desde la más remota antigüedad, han cultivado sierras, llanos y valles con pinares, nogales, álamos, viñedos, manzanares y sueños de trabajo, paz, progreso y libertad, por arriba de los reyes y sus generales y de las “sagradas escrituras”.
Sí, decididamente, quiero que, la misma bandera tricolor que como única fortuna acompañó los restos mortales de Antonio Machado hasta el lejano cementerio de Colliure, cubra también los míos en la hora postrera.
(Quizás estas letras no sean muy marxianas, pero alguien tenía que decirlas.)
En memoria de los 5 obreros asesinados por la Policía en la iglesia de S. Francisco, de Vitoria, hace 35 años.
* TESTIMONIO DE DOS GUERRAS (Manuel Tagüeña Lacorte Ed. Oasis. Méjico. Ed. Planeta. España)
La obra se editó en España por primera vez en 1978, en la colección Espejo de España de Planeta. Hay una edición reciente de 2005, que está aún en las librerías. También ha estado incluida en la colección Biblioteca Guerra Civil de PlanetaDe Agostini, durante dos temporadas