LQSomos. Immanuel Wallerstein*. Septiembre de 2011.
No hay Estado en el mundo moderno sin minorías. O para ponerlo de otra manera, hay en todos los estados algún grupo que es definido socialmente como el de estatus alto, sea que esto lo defina la raza, la religión, el lenguaje, la etnicidad o alguna combinación de estos atributos. Y siempre hay otros que no comparten estos atributos. Casi siempre las minorías han tenido menos acceso a los derechos económicos, políticos y socioculturales.
Son, en ese elemental sentido, oprimidos, y sienten que están oprimidos. Es común que, de un modo u otro, busquen obtener un estatus igual que sienten merecer como ciudadanos de dicho Estado. Una minoría no es una concepto numérico. Hay algunas minorías que constituyen la mayor parte de la ciudadanía.Cualquier lector de la prensa mundial conoce los casos famosos: los kurdos en Turquía, los católicos en el Ulster, los vascos en España, los pueblos indígenas en los estados andinos, los afroestadunidenses en Estados Unidos, los intocables en India, los tibetanos en China, los sudaneses del sur en Sudán, los saharauis en Marruecos. Y la lista continúa. Con mucha frecuencia han recurrido a la violencia, especialmente en los últimos 40 años, frustrados en su búsqueda de mayores derechos –acceder a mejores empleos, utilizar su lenguaje o practicar su religión, establecer instituciones autónomas o ser representados adecuadamente en la legislatura. Cuando dicha minoría se agrupa geográficamente en una zona relativamente compacta, ha buscado la secesión en algunos casos.
Por lo general los gobiernos han sido reticentes a la idea de concederle derechos colectivos a las minorías. La mayoría de los estados son jacobinos en espíritu. El Estado reivindica el derecho moral de lidiar directamente con cada individuo, sin pasar por grupos o instituciones que intermedien. La cuestión es qué hace el Estado cuando se enfrenta con minorías organizadas políticamente que buscan conseguir sus objetivos mediante un levantamiento violento.
Por lo común el instinto inicial es utilizar la fuerza del Estado para reprimir al grupo que se levante. Y es común que al principio esto funcione. Los estados cuentan, con mucho, con gran cantidad de fuerza a su disposición y rara vez son renuentes en utilizarla para mantener el orden del Estado. Pero en algunos casos, el grupo que se ha rebelado tiene la capacidad de ser lo suficientemente aglutinador como para persistir. Y en ese caso, entramos en una situación de guerra civil que puede durar por mucho tiempo.
A fin de cuentas, el Estado tiene la opción. Puede intentar arreglar el conflicto políticamente, o no hacerlo. Resolver el conflicto políticamente significa en esencia un arreglo, un compromiso –conceder una proporción suficiente de los derechos exigidos, que con frecuencia incluye autonomía regional, a cambio de que el grupo minoritario renuncie a la idea de la secesión.
Arribar a este compromiso requiere una combinación de varios factores: un relativo empate militar, algún grado de apoyo geopolítico exterior a la minoría en cuestión, y el relativo desgaste de ambos lados. Esto es lo que parece haber ocurrido en el Ulster. Esto es lo que puede suceder en Turquía y en España. En Sudán, el gobierno sobrevaloró sus cartas y Sudán del Sur pudo separarse. Esto es lo que el gobierno chino está resuelto a que no pase en su territorio.
Pese a que la situación política es diferente de modos importantes en todas partes, es claro que los reclamos que los grupos minoritarios hacen en pos de más derechos colectivos está ganando fuerza a escala mundial en la geocultura del sistema-mundo. El jacobinismo es una ideología que ya tuvo su día. Sería bueno que los estados consideraran los posibles marcos de referencia para llegar a un compromiso político en estos asuntos.